En los días que siguieron a las problemáticas elecciones celebradas el pasado domingo en Castilla y León, las tribunas mediáticas de la trinchera diestra se poblaron de cantos elegíacos por el arrinconamiento del «Centro» político. La permuta de los procuradores de Ciudadanos por los de VOX fue leído por el columnismo liberal en clave de un sonado fracaso para la democracia española: se confirmaba la irreversible deriva de nuestro sistema político hacia el populismo irreflexivo, la fragmentación facciosa y el identitarismo localista. ¡Nada que celebrar!, nos decían las bocas que pronuncian las palabras de la Razón-en-política.
No seré yo quien no vea, como mínimo, un problema en el ascenso imparable de un belicoso iberismo cipotudo y nativista que se conduce a golpe de meme excluyente e inocula retóricas políticas de dudoso rédito para nuestras libertades. Pero con eso y con todo, se antoja un ejercicio de impostura mayúsculo la proliferación de cantos por la muerte del sano liberalismo centrado y sensato. Si tuviéramos en los partidos liberal-conservadores un ejemplo de buen hacer profesional y de responsabilidad cívica, acaso podríamos creernos este discurso que busca hacernos comulgar con la idea de que la reacción popular al establishment del epígono setentayochista no es, en efecto, una buena noticia para nadie.
Pero las informaciones que conocíamos ayer mismo, sobre las pesquisas interesadas que desde Génova pretendieron hacerle un Cifuentes a Isabel Díaz Ayuso, y que representan el enésimo episodio de maquinaciones oligárquicas a cargo de los partidos políticos y en pos de su propio beneficio organizativo, hacen difícil tomar en serio los lamentos liberalios por la quiebra del llorado consenso constitucional.
De qué hablamos cuando hablamos de consenso
Si bien parece indiscutible que una comunidad cívica no puede sobrevivir bajo una situación de polarización crónica, de negación legitimista y hasta ontológica del adversario político o de la otredad sociológica, no cabe tampoco evocar con nostalgia un «consenso» perdido que, en el fondo, no dejaba de ser un conchabe corporativista entre los dos grandes partidos, auténticos parásitos aferrados hasta el tuétano de la estructura estatal. La anhelada estabilidad cohesionadora que trajeron las fuerzas políticas bipartidistas en el inaugural Régimen de la España democrática tuvo como correlato la consagración de un sistema partitocrático (en línea con el resto de democracias liberales occidentales) predispuesto a la corrupción, el cual, como nos recuerda hoy el neorrepublicanismo de la mano de Aristóteles y Polibio, sólo podía redundar en un ciclo vicioso de alejamiento del bien común y desenganche de la base cívica.
Advertía hace no tanto el profesor Rafael Jiménez Asensio, tirando del hilo de la teorización del «partido cártel» de Peter Mair, del «enorme riesgo, que los partidos no parecen advertir en su endiablada lógica endogámica» de que «su arrastre comporte también el de la propia democracia y su sistema institucional, al que están adosados como tabla de salvación». O sea, que la creciente mutación de los partidos políticos en «organizaciones autorreferenciales, distantes y protooligárquicas desvinculadas de la sociedad y despegadas de las necesidades de las personas» resulta, a la postre, en el correspondiente rechazo por parte de la ciudadanía a dar su asentimiento a la escenificación (pésimamente guionizada, dicho sea de paso) de una pseudopolítica de la que somos meros espectadores.
Nada de todo esto nos es desconocido, claro, en un país que vivió nada menos que un 15-M. Y, sin embargo, parece que una y otra vez los diagnósticos de los infatigables tribunos demoliberales, contumaces activistas «constitucionalistas», tienden a olvidar que es la propia lógica endógena del sistema, de cuya preservación son devotos, la que ha echado a los «descontentos con el liberalismo» en manos del radicalismo popular. Parece mentira que los Cien Mil Hijos del Antipopulismo aún no hayan sido capaces de entender, como advirtiera Ernesto Laclau, que la racionalidad (que la tiene) del populismo no podrá hacerse inteligible a menos que se abandone su conceptualización desde las coordenadas de las «formas políticas dignificadas con el estatus de una verdadera racionalidad». O Razón –esto es, o Ciudadanos– o populismo. La condena axiológica del discurso y la estrategia populistas, como gesto irreflexivo con el que se relegan fenómenos tales como el ascenso de VOX al sombrío reverso del sentimentalismo irracional, nos hace impotentes para comprender realmente (y, por tanto, paea empezar a abordar en serio) el problema de la crisis representativa y la exclusión socioeconómica.
Un Partido partido
Podría decirse que el Partido Popular representa en nuestro paisaje político el caso que más completamente encarna todas las perversiones de la configuración institucional de la «Razón de Estado de Partidos»: el PP como una agencia extractiva autopoiética, lastrada por un hiperliderazgo inapelable, e instalada en el statuo quo político-ideológico a fin de garantizarse su supervivencia en las sucesivas citas electorales. El mariano-sorayato consolidó una dinámica de producción de anodinos turiferarios y grises medianías, aficionados a la lectura de informes económicos en las Cortes, que sucesivamente fue purgando a sus mejores activos —o, al menos, a aquellos que tenían mayores visos de alcanzar la cima de la prelatura pepera. Véase en este punto la donosura con la que se deshiciera el PP de prometedoras figuras como Alberto Ruiz-Gallardón, Francisco Camps o Cayetana Álvarez de Toledo; ahora le ha tocado el turno de persecución a Ayuso, lideresa por sorpresa que ha ido revelándose como poseedora de un appeal cuasi-mesiánico.
Los barrizales en los que hoy enfangamos y que entorpecen el alumbramiento de una opción política conservadora para el siglo XXI son aquellos polvos, en forma de marco retórico y programático heredado, reunidor de las ruinas atlantistas y minarquistas del aznarismo esperancista con el anaquel rajoyista de una despolitización antiideológica de resonancias tecnócratas. Un legado envenenado trocado e condena para el sector de la «no-izquierda» española por décadas. Un bloqueo cerril de la posibilidad de una opción política transversal, en la forma de una derecha conservadora que no neocona, social que no socialista, patriótica que no nacionalista, y popular que no populista.
Repensar la disputa al liberalismo
En resumen: sólo si adoptamos un marco interpretativo acorde con la verdadera naturaleza del problema político por excelencia de nuestro tiempo podrá hacérsenos visible que el fenómeno del «populismo» no consiste en un reacción transitoria y reversible a una colección de deficiencias coyunturales, y subsanables a partir de la mera reafirmación del catecismo del liberalismo democrático clásico. Por el contrario, el radicalismo popular antiestablishment pone de manifiesto la existencia de una racionalidad de patronazgo, clientelismo y corporativismo consustancial a la idea misma de la «democracia burguesa».
Se nos plantea inmediatamente como contrarréplica, claro, el problema de si hay un «afuera» a la democracia liberal como la hemos conocido hasta ahora, en vista de que los remedios iliberales acostumbran a ser peores que la enfermedad oligárquica. Diego Garrocho se ocupó muy perspicazmente de diseccionar la diatriba que enfrenta a los dos retóricas en colisión en nuestros días: «La amenaza de la tentación iliberal es cierta y es casi tan verdadera como la poca eficacia de su alerta». Y es que, para las generaciones jóvenes que han crecido ya al calor de una arquitectura institucional y social que da por sentados los logros liberales, pero que al mismo tiempo padece una frustración desesperanzada ante un sistema que sigue funcionando, sordo, a sus espaldas, «repartir las cartas de nuevo es una tentación para quien piensa que está perdiendo la partida, aunque quienes lo hacen olvidan, pobres temerarios, que al barajar de nuevo les pueden tocar cartas peores». «Intentar apaciguar la emotividad política con dosis de cordura —continúa Garrocho— es tan ridículo como rogar a un histérico que se calme mientras damos sorbitos a una taza de té con el meñique alzado. Esta es, probablemente, una de las faltas capitales en las que está incurriendo el liberalismo contemporáneo».
En lo que respecta al escabroso dilema cifrado en la superación del aséptico y frío léxico institucionalista del liberalismo por planteamientos schmittianos más seductores, sólo puedo remitirme a la opción ofrecida por la doctrina «pos-liberal» (que no anti-liberal), una suerte de solución de compromiso entre los dos polos de la encrucijada que resulta de lo más pertinente y que ya empieza a fraguarse con fuerza en las páginas de ciertos periódicos y en los textos de alguno de los autores que aquí referencio.
La condena del populismo no es la conclusión de un silogismo
Para terminar, y volviendo al caso de estudio que nos concierne, es relevante la recomendación que hace José María Marco en su columna Una derecha renovada: «Cuanto antes el PP se tome en serio lo que la consolidación de VOX quiere decir, mejor». Esta admonición cabal contrasta con el empecinamiento ciudadaner de analistas como Jorge Bustos o Arcadi Espada —escritores a los que, por lo demás, tanta simpatía y admiración profeso. La lectura que hizo Espada de la encrucijada a la que se enfrentaba el PP ante las elecciones castellano-leonesas es inobjetable: el empuje por la derecha de VOX sólo deja al PP dos opciones, si pretende neutralizarlo: bien aventajarle por medio de una reafirmación de su idiosincrasia y un alejamiento de los postulados menos «liberales» de los de Abascal, bien desactivarlo à la PSOE, esto es, fagocitarlo (como hace Pedro Sánchez con Podemos) asumiendo, con una cierta mímesis moderada, alguna de las demandas desatendidas que elevan a los nuevos partidos en detrimento de sus viejos competidores. Las vacilaciones estratégicas en este punto, tal y como explicaba Espada, quedan bien encarnadas en la persona de Ayuso. Pero el periodista opta, naturalmente, por que los populares se distancien de la voxemia, no sea que se dejen arrastrar por los cantos de sirena del «nacionalpopulismo».
Bustos, por su parte, habla del «amor caníbal» entre PP y VOX, señalando que un razonable intento del primero por metabolizar al segundo tendría el efecto colateral de «homologarlo» y de auparlo al estrellato. En la línea de Arcadi, ensalza el numantinismo de Francisco Igea, el último liberal™ de la Meseta, en un clima hostil de tensión extremista, y lamenta el triunfo del populismo, el cual «siempre es un fracaso retardado», incapaz de hacerse cargo de un gobierno con seriedad y profesionalidad. Valgan estos dos extractos a modo de ilustración del tan extendido y pobre marco interpretativo al que nos referíamos más arriba, el de la inercial cerrazón despreciativa hacia la opción populista en cuanto tal, caricaturizada ésta como un acceso de juvenil y ardoroso desacato que sólo las exigencias de la gestión eficiente apaciguan. En resumen, y parafraseando a Ricardo Calleja, se diría que «lo liberal» es dar soluciones simples al problema complejo del populismo.
Más interesante y meditada que las de Espada y Bustos encuentro la reflexión que hacía en su último artículo Miguel Ángel Quintana Paz, a este mismo respecto. Son tales los niveles de histeria política sufridos por nuestra bronca conversación pública que ha de venir el filósofo a recordar algo tan elemental como que sentir repulsa no equivale a una refutación lógica: en caso de convenir en el presupuesto de «hay que frenar el auge de VOX», resulta completamente desatinada la actitud desdeñosa de la derecha liberal ensimismada y sorda a los síntomas de su irremisible agotamiento. Dice Quintana Paz: «Una vez identificados los problemas que VOX saca a la luz, es mala estrategia considerarlos cuestiones menores, prescindibles. El mero hecho de que Vox esté triunfando al hablar de ellas es la prueba de que acabaron ya los tiempos en que podían silenciarse».
Es apropiado terminar con este colofón: «Nunca volveremos a los años 90. Ni siquiera a 2015». Esta apreciación, tan evidente, tan inapelable, se ve no obstante opacada por el vigor imperturbable de la fe (¡pero fe racional!) en el credo liberalio por los centristas. Es de lamentar la ufana ceguera de la derecha sistémica, que pretende sobrevivir a base de resistirse a hacer acuse de recibo de las múltiples y severas objeciones, de toda condición y procedencia ideológica, que se le han dirigido a lo largo de los dos últimos siglos.
Umbral recuerda en sus diarios al personaje de Proust que recibe la noticia de la muerte de un familiar cuando está de camino a un sarao, y ordena que se le comunique la noticia de nuevo cuando acabe la fiesta. Pareciera que, del mismo modo, el apostolado de la asediada causa liberal prefiere no darse por enterado de la íntima crisis que lo atenaza, evocando para ello los tiempos dorados de la incontestada antipolítica managerial. Ya se sabe que la nostalgia está de moda…
VÍCTOR NÚÑEZ DÍAZ (Burgos, 1997) es estudiante de Filosofía y Política en la UAM/UC3M y ha colaborado en medios como El Confidencial Digital.