El día que Orwell pudo disparar

En su Homenaje a Cataluña, George Orwell escribió que creía en las acciones individuales de los hombres como poder para cambiar el curso de la historia. El contexto de tal afirmación descansa en la voluntad de tantos voluntarios extranjeros que incomprensiblemente viajaron en 1936 y 1937 a España para defender la República. Aunque este convencimiento de la acción individual se fue desvaneciendo en el pensamiento de Orwell, lo cierto es que una decisión concreta suya nos corrobora su compromiso con la verdad y su honestidad como persona.

Orwell aterrizó en Barcelona en diciembre del 36 con la intención de escribir artículos de prensa, pero pronto se alistó en las milicias populares porque «en aquel momento y en aquella atmósfera parecía lo único razonable». El escritor inglés describe así algunas de las cosas que ve: «(…) el interior de la mayoría de las iglesias había sido destruido y quemadas sus imágenes. Equipos de trabajadores se dedicaban a demoler sistemáticamente algunos templos». No deja de ser desconcertante algunas de las afirmaciones que realiza unas líneas más adelante cuando dice que «no entendía muchas cosas, algunas ni siquiera me gustaban, pero supe al instante que era un estado de cosas por el que valía la pena luchar (…). Por encima de todo, había fe en la revolución y en el futuro, una sensación de haber entrado de súbito en una era de igualdad y libertad».

Aquí Orwell nos golpea con fuerza, nos arrebata, quizá, esa idea que tenemos de él tras haber leído Rebelión en la Granja1984. La imagen de un tipo que no se vende a la mentira y al totalitarismo parece que se difumina poco a poco. Sin embargo, a pesar del error, debemos justificar a Orwell: el miedo por el auge del fascismo en Alemania e Italia le llevó a este desatino intelectual tan impropio de él. Y, retomando las primeras líneas de este breve escrito, quisiera justificarlo con una experiencia real del mismo Orwell, que nos devuelve el sentido de lo bueno en un acto típico de aquel hombre incansable en la búsqueda del bien.

En Quan la història et crema la mà, el escritor y profesor Miquel Berga introduce una anécdota personal del autor inglés tan relevante como reveladora. Wystan Hugh Austen (1907-1973), poeta inglés que también participó en la Guerra Civil española, una vez finalizada la guerra, comentó que si alguien le preguntara por personas a las que él consideraba auténticamente cristianas, uno de los primeros nombres que le venían a la mente era el de George Orwell. La razón de esta declaración reposa en un hecho tan cercano a la muerte como a la carcajada, tal vez porque la misteriosa verdad de la primera, de conocerla, nos resultaría prácticamente una broma macabra, como el miedo del niño y su reticencia a subir al tren de la bruja por primera vez: 
Un día de buena mañana, Orwell divisó a un fascista a decenas de metros de su posición. Así, apuntó con cautela, encuadró al enemigo en la mirilla de su fusil y el dedo índice de su mano derecha acarició el gatillo con delicadeza hasta el momento de la ejecución. Sin embargo, en el momento en que iba a disparar y darle caza, Orwell vio cómo el tipo al que apuntaba se estaba subiendo los pantalones. Sí, acababa de plantar un pino en el frente de Aragón, probablemente, con la certeza de no estar corriendo riesgo alguno. 

Esta imagen, cuenta Miquel Berga, no le pareció a Orwell exclusiva de un fascista sino la de un hombre cualquiera, la de «un hombre como yo mismo» diría más adelante. Orwell, siquiera sin darse cuenta, había recuperado la filosofía de espíritu de las acciones individuales como hechos dirigidos al bien y buenos en sí mismos desde el anonimato. De forma parecida había escrito George Eliot, pseudónimo de Mary Ann Evans, en Middlemarch(…) for the growing good of the world is partly dependent on unhistoric acts; and that things are not so ill with you and me as they might have been, is half owing to the number who lived faithfully a hidden life, and rest in unvisited tombs. Cita que encontramos también en la vida del beato austriaco Franz Jägerstätter, que podemos conocer en la maravillosa película A Hidden Life de Terrence Malick.

El progreso del mundo depende en parte de actos no históricos; y que las cosas no estén tan mal para todos como podrían haber estado, se debe en parte gracias a aquellos que vivieron conscientemente una vida oculta y que descansan en tumbas que nadie visita

T. S. Elliot

Esta anécdota de Orwell no nos recuerda tanto al Orwell de la Guerra en España —en el fragmento comentado— como al Orwell de las novelas distópicas y de los ensayos. Nos recuerda también lo que no debemos olvidar y es que, al fin y al cabo, la mayoría de nosotros somos hombres y no bestias como algunos nos quieren hacer creer. En la amistad que unía a Gilbert K. Chesterton y a George Bernard Shaw precisamente por sus desavenencias espirituales y políticas, encontramos un lazo en común que no deberíamos olvidar: mientras el primero recordaba que era importante mantener cerca a los políticos para poder echarlos de una patada e incluso colgarlos, el segundo urgía a los soldados a disparar a sus oficiales y volver a casa. No se trata tanto saber si esto debe interpretarse en sentido literal o figurado, probablemente sea más lo segundo que lo primero, sino de no vernos en la situación descrita por Wilfred Owen en el entrañable verso de su poema Strange Meeting

I am the enemy you killed, my friend.

TONI GALLEMÍ

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