Vivimos en las postrimerías de una época. Todo a nuestro alrededor desprende el insistente aroma de un epílogo. La impresión de extravío se agrava cuando constatamos el ritmo al que se suceden las transformaciones. Ni siquiera a los entusiastas de lo nuevo les es dado reprimir, en sus horas más esclarecidas, un sordo espasmo de angustia. No es sólo la velocidad de reemplazo de acontecimientos y objetos, el prematuro aire de caducidad con que irrumpen en el mundo tantas cosas recién estrenadas. Es también, y sobre todo, la imposibilidad de asimilar el hecho de que nada absolutamente es perdurable, a nada se le brinda la ocasión de permanecer a nuestro alcance el lapso de tiempo necesario para aposentarse bajo la forma de un sedimento que germine. Y así sucede que se agita en el fondo de la conciencia un reflejo de incredulidad ante la certeza de que, más allá de los sucesos que la realidad devora, es nuestra misma existencia la que se ve arrastrada por este vértigo llamado a desgarrar el tejido constitutivo de lo humano.
La idea de tránsito, que obsesionara a los hombres del Barroco hasta el extremo de deparar en el arte expresiones de una turbiedad en ocasiones violenta y enfermiza, se materializa ahora en un festín de novedades que, envueltas en un celofán luminoso, embotan la percepción e impiden que el espíritu se expanda. Pero los destellos de la representación no alcanzan a contrarrestar la vertiente más sombría del fenómeno. Porque lo cierto es que esta aceleración de los tiempos, que no es sino la cualidad definitoria de una época que, habiendo extraviado su centro, se condena a desconocer el reposo, nace de una pasión envenenada. Deseamos que todo cambie porque hemos sido adoctrinados en el desprecio, característicamente moderno, hacia la realidad que se nos ha dado. Nos dejamos seducir por la idea –más bien el prejuicio- de que cualquier innovación acarreará una mejora. Exigimos, de entrada, que lo nuevo sustituya a lo viejo, sin reclamarle a lo nuevo otra acreditación distinta al ampuloso marchamo de su condición novedosa. Sin embargo, al adherirnos a tal exigencia cedemos el control de nuestras vidas a quienes han degradado el manejo de los asuntos públicos a una monomaniática excitación de esos deseos. Los mismos astutos gestores que, una vez incumplidas las expectativas que su intensa actividad propagandística ha generado, proceden al manejo del malestar que se deriva de toda aspiración no satisfecha.
Deseamos que todo cambie porque hemos sido adoctrinados en el desprecio hacia la realidad que se nos ha dado
Lo cierto es que el hecho que trato de describir no data de ahora mismo. Con el fin de apropiarse de la desazón instilada en la psicología del hombre moderno, la era revolucionaria acuñó un término que desde muy pronto se vio nimbado con una aureola de magia: progreso. La dinámica de la Historia experimentó entonces una convulsión. Los deseos de justicia y fraternidad, el sueño, siempre aplazado, de una humanidad reconciliada ya no deberían aguardar, para materializarse, al cumplimiento de una promesa ultramundana. Conoceríamos, en un futuro borrosamente cercano, la dicha de un paraíso terrenal. Como única condición sería menester someternos a la guía infalible del Estado, que, en nombre de un puñado de virtuosas abstracciones (la igualdad, la libertad, la soberanía del pueblo…), procedió a la derogación del derecho natural y al vaciado de los usos y costumbres consagrados por la tradición para, sobre esa tabula rasa, imprimir en la arcilla virgen de las conciencias el decálogo de dogmas con arreglo a los cuales el nuevo hombre regenerado alcanzaría la felicidad.
Alrededor de este proyecto utópico ha girado el devenir de Occidente durante algo más de los últimos doscientos años. Sabido es que el ansia por enmendar a toda costa las imperfecciones inherentes a la condición humana ha dado lugar, en sus peores manifestaciones, a algunos de los más feroces totalitarismos que haya conocido la Historia. No obstante lo anterior, la potencia retórica de los mitos alumbrados por la modernidad revolucionaria resulta tan formidable que no es sólo que su capacidad de sugestión haya permanecido intacta hasta ahora, sino que a quienes se han proclamado sus devotos adeptos –aun cuando buena parte de ellos lo haya hecho por conveniencia personal, de manera epidérmica y a simple título de inventario– les ha servido para revestirse de un aura de superioridad.
Hasta hoy. Porque hoy es el momento en que los síntomas del desencanto se hacen perentorios. El fracaso de las promesas seculares, la repetida postergación de ese absoluto en la Tierra que era la levadura de la gran inquietud revolucionaria, ha vertido sobre nuestras sociedades un pesado manto de decepción. La taumaturgia de los significantes vacíos muestra indicios de agotarse. El estado de permanente excitación en que se nos obliga a vivir suscita, a una escala aún minoritaria pero tal vez ascendente, una sobria reacción de hartazgo. Para conservar su capacidad de manipulación, los grandes embaucadores deben, a cada nuevo envite, redoblar su apuesta. En consecuencia, el calibre de sus mentiras se agiganta. Una ponzoñosa aleación de perversidad, estupidez, codicia y egolatría anima su empeño. Por lo demás, comprendemos que el agotamiento vital en que esta sociedad se ha sumido no es en absoluto incompatible con una predisposición colectiva a la agitación y al paroxismo. Al contrario. El progreso, que tan enormes mejoras de las condiciones materiales ha aportado a nuestras vidas, también ha hecho notar su faceta menos resplandeciente cuando, transformado en apología sistemática del cambio, ha acabado por arrojarnos fuera de todo límite. Desconocemos -aunque la intuimos- cuál será su siguiente estación de paso.
El fracaso de las promesas seculares ha vertido sobre nuestras sociedades un pesado manto de decepción
Entretanto, unas cuantas inteligencias eximias se dedican a levantar acta del paisaje que emerge tras la certificación de esta quiebra antropológica. Las novelas de Houellebecq, los ensayos de Jünger, Dalmacio Negro, Bauman, Finkielkraut, Muray, Brague y tantos otros, se sitúan en la lúcida estela de quienes avistaron desde sus primeros comienzos la probable negrura de un horizonte en el que, en alas de la técnica, y al amparo de las ideologías de corte disolvente auspiciadas por el Estado, el hombre jugaría a hacer un dios de sí mismo. Son también esos autores los que, ante el cada vez más evidente imperio de una burocacia de sesgo tecnoeconómico –si bien todavía fuertemente politizada– en la que parece pronto a encapsularse el viejo deliro utópico, nos invitan a percatarnos de la insuficiencia de las categorías clásicas con las que nos habíamos acostumbrado a reglamentar el mundo. Izquierdas y derechas, conservadores y progresistas son nociones que, aun gozando todavía de un innegable predicamento en el tablero de las identidades cívicas, acusan el desgaste propio de unos tiempos que experimentan una vertiginosa metamorfosis.
Mientras, nada tan necesario como ahuyentar de nosotros la tentación de la amargura. Nada tan esencial como, partiendo de las laceraciones propias de nuestra naturaleza dañada, permanecer fieles a ese anhelo irreprimible de rescate que alienta en el fondo de cada uno de nosotros y al que nombramos con la que, a despecho de la costra de cinismo que parece recubrirlo todo, acaso sea la palabra menos ingenua de entre todas las que hemos heredado de nuestros mayores: esperanza. A algunos nos resulta grata la imagen kierkegaardiana del caballero de la fe, que, a la caída de la tarde, enciende una pipa sentado a la puerta de su casa. Pese al avance de la oscuridad, ninguna sombra de derrota nubla su frente. Se lamenta, sin duda, ante la visión de un mundo en el que declinan ciertos esplendores que hacían de él un lugar más dulce y hospitalario. Pero también sabe, con la inextinguible llama de un conocimiento que opera a través de los siglos, que hay una promesa de resurgimiento prendida a cada amanecer que despunta. Mientras aguarda allí, confiado, sereno, custodio de un hogar abierto a la comunidad de hombres que se reconocen en la proximidad del gesto y la palabra, a su memoria acude aquella máxima de Novalis que no es posible evocar sin un temblor de deslumbramiento: “Hay que estar orgulloso del dolor; cada dolor es un recuerdo de nuestro alto rango”.
CARLOS MARÍN-BLÁZQUEZ es escritor, autor de ‘Fragmentos’ (Editorial Sinderesis, 2017) y ‘Contramundo’ (Homo Legens, 2020) y profesor de Literatura.
Un comentario en “Palabras para un tiempo que se agota”