Recientemente, una plataforma se hizo eco de un fragmento escrito por Julio Ramón Ribeyro, destacado escritor peruano de la Generación del 50 (de la que también fue parte Mario Vargas Llosa) que decía: «El gran error es adaptarse. El matrimonio destruye el amor (…); el hábito, la novedad (…). Ser el eterno forastero, el eterno aprendiz: he ahí una fórmula para ser feliz».
Unas horas más tarde de haber leído la cita, me alegré considerablemente porque en la misma homilía del domingo, el padre Carlos Pérez, sin quererlo ni beberlo, desmontaba la desgraciada y celebrada cita de Ribeyro: «La Eternidad no es repetición, sino perenne novedad», porque Dios hace nuevas todas las cosas. Ribeyro consideró que la cotidianeidad del día a día destruía la magia que mora dentro del hombre y que, por tanto, el matrimonio era el peor enemigo del amor. Pero lo cierto es que es la misma cotidianeidad la única forma de renovar día a día nuestro ser y nuestra mirada ante el mundo, que la única manera de apreciar y penetrar en la verdad de las cosas por lo que son es habiéndolas contemplado, previamente, un sinfín de veces. «Contemplar –apuntaba el escritor Carlos Marín-Blázquez– es aprender a que la mirada hiberne en el latido de las cosas».
Buceando en esa eternidad, la de verdad, el poeta García-Máiquez titulaba «Sin fin» uno de sus poemas, y rezaba entre sus versos: «el canto de un jilguero perdido entre las ramas/es capaz de abstraer/por tres siglos al hombre que lo escucha./Sólo el aburrimiento o el cansancio/son muerte».
La fórmula de ser feliz es vivir con alegría y gratitud las aventuras que nos brinda nuestro propio hogar
Abrir los ojos cada mañana no debe ser otra cosa que volver a nacer, y volver a nacer –por aquello de que «el matrimonio mata el amor»– implica ver a una mujer nueva cada mañana (que no es lo mismo que ver a una mujer distinta cada mañana), porque solo de esa forma, con cada renacimiento y con cada templada contemplación lograremos apartarnos de la tediosa conformidad que supone no ver nada aun cuando vemos las cosas por primera vez. Porque el verdadero asombro no nos llega en la novedad, como apuntaba Ribeyro, sino en el hábito; de lo contrario aborreceríamos a nuestra mujer tras habernos quedado prendados segundos antes de su belleza; su sonrisa, en un principio redentora de nuestra miseria, se tornaría en una insípida y macabra carcajada; veríamos los álamos y los robles como algo común, obviando la verdad de lo que son: centinelas erguidos y fuentes de vida que emanan del suelo y se elevan hasta acariciar el Cielo. No obstante, ni siquiera el asombro se refiere a la alegría de una sonrisa sino, con mayor motivo, a un rostro recién levantado o un gesto de enfado; y tampoco a un cielo crepuscular o de color púrpura real sino, más bien, a un cielo azul o un día nublado. También aquellos árboles menos frondosos y algo deshojados, incluso en ellos los pájaros anidan.
Cuando entendidos en el arte del asombro nos preguntemos por qué no podemos comprender ese amor, esa graciosa belleza que nos embelesa cuando sonríe nuestra amada o cuando los árboles bailan bajo el arrebol de la caída de la tarde, es entonces donde debemos recrearnos con mayor devoción en el misterio de lo incomprensible. «Si comprehenderis, non est Deus», dijo San Agustín. Si lo comprendes, no es de Dios.
Por todo lo dicho, el amor se forja en el matrimonio; la novedad, en el hábito. La fórmula de ser feliz es vivir con alegría y gratitud las aventuras que nos brinda nuestro propio hogar. Esta es la bella paradoja que nos regala la vida.
(Ribeyro ríe o grita desde allí donde esté, al recordar que fue un hombre casado y que una de sus mayores obras fue escrita, día a día, durante treinta años).
Solo lo Infinito puede dar valor eterno al instante.
Muchas gracias por tan hermosa reflexión.
Me gustaMe gusta