En la tradición del viaje hay implícita una tonalidad de búsqueda. En un primer impulso, el viaje nos saca de nosotros mismos para llevarnos al encuentro de aquello en lo que se atisba una posibilidad de tranformarnos. Salimos en pos de una agregación de experiencias, de un enriquecimiento del ser. Nadie parte voluntariamente para regresar con menos de lo que tenía. Al final de nuestro periplo, siempre se perfila una recompensa. Viajamos con la determinación de ensanchar nuestros límites y sumar elementos al espacio que compone el decorado de nuestras existencias. Los engorros que comporta la decisión de partir -la molestia de los preparativos, la detallada planificación de los itinerarios, el abandono de un entorno en el que nos sentimos reconocidos y seguros- los compensa la expectativa de profundizar en alguna dimensión a la que hasta entonces no habíamos prestado la atención suficiente. Sin ese sentimiento de déficit, ¿qué sentido tendría viajar? El viaje responde a una carencia, busca mitigar una estrechez. Todo su alcance se funda sobre ese endeble horizonte de promesas.
Bien mirado, una parte de lo que puede entenderse como el sentido de nuestra civilización reposa en el significado de un viaje, el que Ulises emprende para regresar a su reino en la isla de Ítaca, una vez acabada la guerra de Troya. En su magnífico libro Permanecer (Ediciones Encuentro, 2020) su autor, François-Xavier Bellamy, recurre a la Odisea con la intención de recordarnos que la importancia de este texto fundacional reside no tanto en la sucesión de las dramáticas peripecias a las que el héroe debe hacer frente, como en el hecho de que lo que anima en todo momento la voluntad del protagonista es la consecución de un propósito nítidamente perfilado: “Nos hace falta hoy –afirma Bellamy- recuperar el coraje y el gusto por las odiseas, pero para eso tenemos que saber que la odisea no es un objetivo por sí sola, que solo tiene sentido si se dirige hacia un punto de llegada, hacia la patria que concentra toda la atención del héroe y justifica todo su esfuerzo”.
De ese modo, la Odisea sólo adquiere su sentido más profundo si somos capaces de interpretar sus aventuras como trámite necesario para alcanzar un puerto de llegada; y -más aún- para, superando los obstáculos que desafían el calado de nuestra fe y ponen a prueba el temple de nuestra perseverancia, recuperar la tierra de la que un día partimos. Es cierto que el viaje nos cambia por dentro, y resulta muy probable que, en nuestro fuero interno, deseemos experimentar ese cambio. Deseamos, en efecto, ser otro distinto a nuestra vuelta: más sabios, más plenos, más dichosos. El desplazamiento exterior acarrea de este modo inevitables repercusiones íntimas. “No hay proceso de maduración y de formación de la libertad del sujeto sin esa dimensión de salida, de experiencia de la intemperie y el extrañamiento”, escribe Higinio Marín en su extraordinaria “Teoría de la cordura” (Pre-Textos, 2010). Pero de acuerdo a la concepción que se desprende de una interpretación clásica del poema homérico, no deberíamos perder de vista que esa eventual maduración del viajero es la consecuencia de un hecho previo y sustancial: existe una Ítaca y anhelamos poner rumbo hacia ella.
El hombre moderno ya no viaja estimulado por el afán de encontrar aquello que le falta, sino inducido más bien por la abrumadora saturación de lo que tiene
Es la creencia en esa Ítaca, pues, la que nos libera del absurdo de una itinerancia interminable. A cada desfallecimiento que nos embarga, nos sobreponemos mediante la constatación del paulatino acercamiento a nuestra meta. Una vez allí -nos decimos- será el momento de entregarnos al disfrute y la contemplación gozosa de lo que hemos recobrado, al igual que hiciera Ulises, enriquecidos como nos sentimos por las vivencias atesoradas durante nuestro peregrinaje. Porque el punto de llegada, en realidad, nunca fue otro que nosotros mismos. De ahí que Higinio Marín apostille sabiamente: “El viaje es siempre, en el fondo, un viaje de vuelta, un regreso hacia sí”.
No obstante lo anterior, parece que nuestra época ha revestido la idea del viaje con una connotación de huida. Cada vez más, se diría que en nuestras opulentas sociedades el deseo de partir nace menos de una necesidad de indagación interior que del desasosiego producido por un malestar difuso y acuciante. La gran literatura, como no podía ser de otro modo, levanta acta de este giro: “En cuanto noto en mi alma las húmedas brumas de noviembre –nos confiesa Ismael, el narrador de la monumental Moby Dick, ya en las primeras líneas de la obra- (…) sé que es tiempo de embarcarme en cuanto pueda. Es mi sucedáneo del tiro de pistola”.
El hombre moderno ya no viaja estimulado por el afán de encontrar aquello que le falta, sino inducido más bien por la abrumadora saturación de lo que tiene. Lo que le embriaga es el deseo de huir. Su cotidianeidad le desespera. De sus viajes no aguarda sino el transitorio efecto de sedación que cada desplazamiento le procura. El instinto gregario en que se sustenta una sociedad de masas refuerza, además, esta tendencia. Los viajes, ahora, se consumen. Al dar por supuesto que los competitivos habitantes de las sociedades contemporáneas vivimos atrapados en la bruma de unas existencias indistinguibles, descoloridas, en la alienante opacidad de unas rutinas embrutecedoras, las agencias publicitarias aprovechan para tentarnos una y otra vez con la posibilidad de una nueva “escapada”. Su retórica, no obstante, nos tiende una trampa: nos insta a dejarnos llevar por el menosprecio de lo que de verdad poseemos. Todo lo que para nosotros representa un elemento de fijación en el mundo, aquello en lo que hemos invertido nuestra creatividad y nuestro esfuerzo –casa, hábitos, vínculos…- amenaza con convertirse en un lastre. Huir se convierte en la única fórmula para eludir un sinsentido que, a la postre, está destinado a acompañarnos allá donde nos dirijamos.
Viajar con la sola aspiración de olvidar lo que se ha vivido, de cubrir con un momentáneo velo de amnesia el lugar del que procedemos resulta un destino demasiado opuesto a la naturaleza primigenia del viaje como para no lamentarnos de la merma que supone. Es negarle al viaje su necesaria condición exploratoria, aquélla que funda una de las más ricas vertientes de nuestra civilización, y circunscribirlo a un indiscriminado amontonamiento de experiencias y sensaciones. Pero, sobre todo, es condenarnos a la desvalorización de la realidad en que nos desenvolvemos y que, con todas sus limitaciones y carencias, constituye quizá el único referente digno de brindarnos una oportunidad para nuestro propio reconocimiento. Condenarnos, en definitiva, a arrastrarnos por el mundo en un eterno vagabundeo sin meta, hechizados por ese frágil espejismo según el cual la felicidad está a nuestro alcance, aunque siempre en un lugar distinto al que nos encontramos.
CARLOS MARÍN-BLÁZQUEZ ha sido columnista durante diez años en prensa regional (‘La Verdad’, Murcia). Es escritor y autor de ‘Fragmentos’ (Editorial Sinderesis, 2017)